viernes, 30 de julio de 2010

LA LLAMADA (1/3)


Recibir una llamada a las 00:42 de la madrugada no es algo habitual. Llevaba dormido más de una hora. Con las ventanas abiertas, el patio interior es un agujero negro que succiona cualquier ruido y lo amplifica, como si fuera una gran caja de resonancia. Me levanté de la cama de un salto y crucé la habitación hasta el pequeño salón, apenas unos 4 metros. Durante los 3 segundos que tardé en llegar hasta el teléfono desarrollé varias teorías sobre quién podría estar llamando a esa hora. Ninguna de ellas tranquilizadora. Pensé en mi madre y su maltrecha cadera, como un muñeco roto desde el suelo. O peor aún, la fría voz de mi hermana diciendo "¿Frede? ha ocurrido una desgracia..." Dudé antes de cogerlo. Una extraña sombra se extiende tras una llamada de madrugada. Pero el sonido rebotando en las paredes del patio no me dejó otra opción que descolgar precipitadamente.

- ¿Sí?
Silencio.
- ¿Sí? ¿Hola? ¿Hola? ¿Quién es?

Esperando una respuesta me sentí ridículo y maldije no tener un inalámbrico para poder cerrar la ventana.
Al otro lado nada se movía. Una asfixiante noche del mes de Julio, con el aire espeso de plomo hirviendo. El reloj del vídeo marcaba las 00:40 pero iba 3 minutos retrasado.
Con esfuerzo volví a saludar, como un tiro al aire, y esta vez me pegué más al auricular.

Nada.

Colgué y miré el visor para detectar el número. Quien quiera que fuera se había preocupado en ocultarlo. Me dirigí a la cama y me senté. Por un instante me sentí raro. Como si algo se estuviera desmoronando en mi vida.
A la noche siguiente a la misma hora, se repitió la llamada. Esta vez el sobresalto hizo que me abalanzara sobre el auricular.

- ¿Sí? ¿Oiga? ¿Oiga? ¿Hay alguien?

Me sorprendí casi gritando en la oscuridad. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Me pareció adivinar una presencia al otro lado, un sonido imperceptible, una variación, una leve respiración. Pero no podría jurarlo.

- Oye, si es una broma no tiene gracia eh. No tiene ni puñetera gracia. Y colgué.

Dando vueltas por la habitación buscaba una respuesta, con la respiración agitada. Los latidos me brotaban como lagartijas por la boca, descolgándose y retumbando por el patio. Me sentí observado. 2 luces se encendieron en los pisos de arriba para volver a apagarse. Imagino que varios oídos se posaron atentos y afilados sobre mi ventana. Eran las 00:45

Estaba molesto conmigo mismo. Con ser tan blando. Y no haber tenido una frase hiriente en la punta de la lengua. Me hubiera gustado ser más contundente. Haber dicho algo impactante, que amedrentara al cabrón que estaba haciendo esto. No podía entender dónde estaba la broma. Llamar en medio de la noche. No decir nada y volver a hacerlo al día siguiente. No tiene ni puta gracia.

Al día siguiente hablé con la compañía de teléfonos. La pregunta era: ¿Puede haber algún teléfono automático que haya marcado por error mi número a la misma hora? ¿Puede ser algún error informático? ¿Algo responsabilidad de la compañía? ¿Podría localizarse el número desde el que se habían realizado las llamadas? El teleoperador no fue muy convincente. Pero negó toda responsabilidad de la empresa, así como la posibilidad de facilitarme el teléfono de otro usuario, por protección de datos. Me ofreció eso sí, la opción de cambiar de número, sin coste a mi cargo. Aunque en un principio decidí que era muy pronto como para eso, el episodio se repitió tres veces más. Y volví a llamar para realizar el cambio. Sin embargo a pesar del nuevo número, durante los 17 días que siguieron, a la misma hora, se repitió la llamada.

Esto empezó a afectarme. A pesar de mi carácter miedoso, o quizá por ello, poco a poco fue subiendo el tono y la agresividad de mis quejas, intentando sonar desafiante y seguro de mí mismo. Ni uno solo de los días hubo réplica. El teléfono sonaba a las 00:42 sin que pudiera arrancar ni una sola palabra al otro lado. Empecé a dormir mal. Repasé la gente que podía tener interés en putearme pero casi no me relaciono con nadie. No salgo con chicas. No salgo con amigos. No hablo con vecinos. A mi madre y hermana las vi por última vez en Semana Santa. Estamos a finales de Agosto. No tenía a nadie que me odiara. Sencillamente porque no tengo a nadie.

A partir del día 18 decidí experimentar. La rabia me corroía por dentro. Lo dejé sonar, cerrando todo, ventanas y persianas. Sonó una y otra vez. No cedía. Hasta que con los nervios crispados arranqué el cable de la roseta. Durante mes y medio tomé la costumbre de desenganchar la línea a partir de las 10 de la noche. Pero la incertidumbre me estaba pudriendo por dentro. Volví a fumar como hace unos años. 35 cigarrillos al día. Por la noche 7 más. Apenas lograba dormir al amanecer, 2 o 3 horas. La sensación de estar acorralado me asfixiaba. Volví a conectar la línea y esa misma noche volvió a sonar. Entendí que había que pasar al ataque. Mi estrategia era descolgar y esperar. Escuchar agazapado sin decir nada. Ser como él. Dejar que fuera él el que se cansara y terminara derrotado, colgando. Ese era mi objetivo. Vencerle con sus propias armas. En una ocasión permanecí un día y medio. Más de 40 horas escrutando algo, cualquier cosa que le delatara. Me vendaba los ojos con una tira de tela y me abandonaba. No quería ver, solamente el oído tenía sentido. Como un ajedrecista dispuesto para la batalla me armaba de paciencia, pero ni una sola vez pude oírle colgar. Al otro lado silencio. Una leve respiración. Por más horas que aguantara, nunca eran suficientes.

Transcurrieron varias semanas y nada cambió. Fue en esos días cuando empecé poco a poco a descuidar el aseo. Dejé de afeitarme. A duras penas me duchaba una vez a la semana. Me dejaba invadir por la rabia. A las doce y media me disponía, con la mano pegada al auricular, como un halcón acechando a su presa, o más bien como un ratón asustado a punto de ser cazado. Temblando. Mi único deseo era entender. Entender y devolvérsela al grandísimo hijo de puta. Así lo bauticé. Cada llamada, lo insultaba descargando mi odio. Y colgaba imaginando que lo tenía allí delante. Y lo golpeaba con furia. ¡Lo maté tantas veces!

....A esas alturas, empecé a tomar unos tranquilizantes que compré por internet. Los mismos que había tomado después de "aquello". Sin embargo, el día que se cumplían 4 meses de esta pesadilla hubo un cambio. Un único puto cambio. Cuando ya me disponía a colgar, un susurro se escuchó al otro lado. No pude entender lo que decía. Pero era claramente ¿o no? la voz de una mujer.
...

ESTRATEGIA


.................Mi estrategia es
.................que un día cualquiera
.................no sé cómo ni sé
.................con qué pretexto
.................por fin me necesites

..........................Mario Benedetti





En este mar
proceloso en que te busco,
.................................... de palabras
como bosques
que te nombran.
Palabras que esconden
más que dicen,
palabras como bosques
con tu sombra.
Con tu nombre entre los dientes
mis palabras
acuden y besan tus raíces,
te cobijan el cuerpo entre las ramas,
y con eso se contentan. Son felices.
Distraído en este océano,
enroscando mi delirio en tus anillos
mis palabras que son de hoja perenne
y que son savia
sabiamente se olvidaron de sí mismas.
encalladas como estaban,
.....................................en la arena
[de tu olvido] por buscarte,
urdieron todo tipo de estrategias.
Últimamente las he visto discutiendo
planeando -acaso- convertirse en un poema.


...

miércoles, 28 de julio de 2010

RECIÉN NACIDO

De entre todas las historias que me relataste me quedé con la del pianista. La contabas con tanta vehemencia, que nunca dudé que fue cierta. Para ti fue así. Y yo lo viví a través de tus ojos. Y todavía hoy, se alza ante mí Sofie, o como quiera que se llamase.

Y me dijiste y digo que



....no me gusta la música clásica. Chopin me suena a nombre de payaso de circo. Y Litsz me recuerda a una estación de metro. Sinceramente no he escuchado nunca un minuto seguido más allá del comienzo de Star wars. Quizá por eso, por esa falta de sensibilidad hacia la belleza (¿?) viví el episodio más enigmático en mi tediosa vida. Un episodio que todavía no logro comprender.

....Tenía diecinueve años. Por aquella época no tenía ni oficio ni beneficio. No trabajaba, tampoco estudiaba. Y pasaba el tiempo sopesando la manera de no hacerlo nunca. Estaba perdido y lo sabía.

Por casa tenían la costumbre de pasar todo tipo de individuos, invitados por mis padres. Mi padre había sido diplomático en varios países. Mi madre tenía gusto por lo exotérico. De tal manera que por casa lo mismo pasaban políticos de provincias que chamanes bolivianos con sus rituales interminables, actores de reciente éxito, gente de la radio, subdirectores de bancos. Todos atraídos por el dinero de mi madre y por la característica capacidad de seducción de mi padre, rayana en la histeria. Acostumbrado a todo tipo de personajes pintorescos no me extrañó que aquellas vacaciones de verano, mis padres invitaran unos días a Gregory Sokolov, un pianista de renombre como pude saber después. Un individuo de cabeza desproporcionadamente grande para su menudo cuerpo, de unos cincuenta años. El pelo blanco le nacía desde los lados de la cabeza, dándole la apariencia abombada de un champiñón. Con la intención de alimentar su vanidad, mi padre organizó varias encuentros aquellos días, con el indisimulado propósito de que Sokolov tuviera a bien atacar algunas notas y deleitar al resto de invitados. Sin embargo, transcurrida ya una semana de su estancia en casa. Sokolov no había puesto las manos sobre el piano. Ni una sola nota, ni fusa ni semifusa. Ni un pentagrama. Nada de lo que poder presumir. Sin embargo, en la última fiesta antes de dejarnos, -puesto que empezaba una gira por los EEUU-, se dio el caso de una joven que entusiasmada le insistía y le rogaba. Mi padre que hasta ese momento no había intervenido nunca respetando su negativa. Esta vez se permitió apoyar a la joven en su deseo. Sokolov se excusaba diciendo que estaba fatigado de sus últimos conciertos, y necesitaba descansar, pero algo en su actitud me hacía pensar que acabaría cediendo. Los encantos de la chica eran muchos, yo ya me había fijado. Quizá por eso, finalmente Sokolov se sentó delante del piano Steinway, que tantas veces había aporreado yo, a escondidas, siendo niño. De inmediato un corrillo de invitados se arremolinó alrededor, un rumor de admiración estalló como un tornado y algunos incluso se acomodaron, tomando asiento. Entre ellos la chica que logró convencerle. En mi cabeza, no sé por qué, me martilleaba un nombre. Imaginaba que se llamaba Sofie. Yo no soporto la música clásica, pero no podía apartar los ojos de la chica así que decidí que quizá convenía quedarse un rato. Sokolov comenzó a tocar de forma apasionada, yo no entendía nada. Por lo que oí decir era un preludio de un tal Rachmaninov. Posteriormente siguió con algo que me pareció triste y repetitivo. Debía estar haciéndolo bien, por lo que pude deducir de los rostros de los presentes. Después de varias piezas se oyeron aplausos rendidos, que el pianista extrañamente ignoró para comenzar otra pieza, y luego otra y otra. Después de más de media hora, mi padre aprovechó un silencio para hacer un gesto de agradecimiento que parecía querer decir que ya era suficiente, sin embargo el pianista continuaba, visiblemente congestionado. Los movimientos de sus dedos sobre el piano me resultaban hipnóticos. Tuve la sensación de que cada vez tocaba piezas más aceleradas. Era ya tarde. Algunas personas del público empezaron a retirarse discretamente y ahí es donde comenzó lo enigmático. Según los movimientos de las manos se hacían más vertiginosos y su cuerpo envuelto en sudor se retorcía sobre el piano, Sokolov iba rejuveneciendo. Era un fenómeno extraño, pero indudable y fascinante, ante mis ojos. Pasada la medianoche apenas quedaban 5 personas, y Sokolov aparentaba la edad de un joven apenas mayor que yo. Miré abiertamente a Sofie, me pareció más hermosa que nunca. Le hice un gesto de extrañeza. ¿Solamente yo estaba siendo testigo de esta metamorfosis? Sokolov apenas tendría ya, 14 años, y redoblaba su energía abalanzándose sobre las teclas, febril, como un corredor de fondo a punto de derrumbarse. Creo que mi mirada iba como un péndulo de Sofie al pianista y viceversa, y ella me pareció a esas horas ya una diosa. Se me nubló la vista. Creo que dormité. Me despertaron los sonidos especialmente atronadores que parecían salir de los brazos y la cabeza del pianista. Ya sólo quedábamos ella y yo y un niño de unos 6 años que con las piernas colgando del banco, trepando sobre las teclas deslizaba sus dedos a una velocidad que no me permitía siquiera seguirlas. Creo que quise decir algo, o quizás lo dije, quise preguntarle a Sofie su nombre o simplemente salir de allí. Sin embargo como en una especie de trance perdí el conocimiento hasta bien entrado el día siguiente. Desperté sobre la alfombra. Admiré el silencio. Levanté la cabeza. Un murmullo se hizo presente. Me paré a escuchar. Al fondo del pasillo junto a la puerta de entrada. Oí claramente a mi padre con su voz metálica y su risa socarrona. Los últimos invitados que se habían quedado a dormir se iban despidiendo. No volví a ver a Sokolov. Sofie fue la última en salir. Me decepcionó comprobar que no había ni rastro de la diosa que creí ver. Era una chica normalita. Fue la última. Y reconozco que corrí tras ella, y la vi alejarse con parsimonia, calle abajo, empujando con ambas manos un carrito de recién nacido.

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