jueves, 24 de diciembre de 2009

METAMORFOSIS


¿Cómo puede uno identificarse con algo que no existe? que no ha existido nunca. ¿Es posible ser lo que somos sin que nada ni nadie nos saque de nuestro eje? ¿Es posible acaso llegar a saber lo que somos? ¿Podemos Ser, desde la espontaneidad, desde el acto naciente, o estamos obligados a repetir y repetir? Estamos condenados a ser un pendulo que reacciona ante lo que otros péndulos hacen o dicen?



....Martín Guillermo se conoce muy bien, ha convivido consigo mismo y casi con nadie más desde hace 37 años. Pasa sus días trabajando en una peluquería de Orcasitas y sus noches en un piso de alquiler en Entrevías.

Se conoce y no se conoce.

Al mirarse en el espejo cada mañana su imagen le reta. Un instante de extrañeza, un brillo en los ojos que no es suyo. Meticulosamente examina cada poro, cada impureza. Meticulosamente se afeita dejando una línea de bigote encima del labio superior. Meticulosamente repite el mismo ritual tocando con sus dedos cada hueco, cada pliegue de su cara. Intentando atrapar esa extrañeza. Ese algo que no es suyo pero que está ahí, en el espejo. Definitivamente Martín Guillermo es un hombre meticuloso. Y pasa largo rato intentando saber, por qué la imagen que le devuelve el espejo no le gusta. Quizá sea la nariz algo pequeña, o los ojos caídos, los labios formando un cierre que no encaja, o el labio superior algo más pequeño al caer sobre el inferior, formando un rictus de desagrado incluso en los momentos en que quiere sonreir, torciéndole la boca hacia abajo. Martín Guillermo es un hombre meticuloso e insatisfecho.

....Esta Nochebuena hace frío de verdad y aunque otros años solía ir andando, esta vez toma el autobús. Se baja unas paradas después y se dirige, con pasos cortos, a casa de su madre. Luisa, es una mujer viuda. Vive sola en una casa grande en Conde de Casal. En esa casa, su madre parece diminuta.

- Guillermo, hijo. ¿Hace frío? -ella siempre le llamaba Guillermo-.
- No mucho, además el autobús me dejó cerca.

La mesa ya está puesta como siempre. La casa adornada, con el mismo espumillón, y el mismo belén descascarillado de escayola de su niñez. Es curioso comprobar que a pesar de los adornos, siempre hay un halo de opresión en esa casa. Como una fuerza sobre los hombros que te achica si permaneces el tiempo suficiente. Afortunadamente Martín Guillermo sabe que la cena no se alargará demasiado, porque todo responde a un ritual establecido. Ella preguntará por su trabajo. Él se encogerá de hombros. Y ella escurrirá el silencio encontrando palabras-basura, algo con lo que llenarlo.

- Come, que hay más ¿eh?, ¿te traigo?
- No, está bien así, de verdad.
- Si no te gusta puedo hacerte otra cosa.
- Sí me gusta, si sabes que me gusta, todos los años cenamos lo mismo y siempre me lo preguntas.
- Por si acaso, como tú nunca dices nada.

Entre silencios y alguna llamada al móvil la noche pasa rápida. Todo ritual responde a una necesidad. La cena de Nochebuena responde a la necesidad de que todo siga igual. Para Luisa seguir igual es un triunfo y se dedica a ello. Como un trabajo, una obligación a la que dirigir toda su energía. La verdad o el sentimiento nunca parecieron importarle. Muy al contrario, mantener el equilibrio, requiere una labor de orfebre y vigilancia, de represión de cualquier atisbo de verdad y de emoción. Como un líbero de los de antes, atenta a la jugada, Luisa siempre ha sabido mantener la defensa en guardia, consagrando su vida a no hablar de todo aquello que le producía dolor.

Había transcurrido poco más de media hora cuando Martín Guillermo envió un gesto característico, cuyo significado no dejaba dudas. Se removió en la silla. Apoyó las manos en los muslos. Se inclinó ligeramente hacia delante, casi se diría impulsándose unos centímetros hacia arriba, y asintió mirando a su madre.

- Bueno mamá, estaba todo muy bueno.
- Es muy fácil, un día tengo que apuntarte la receta.
-Sí. Bueno. Tengo que irme.
Ya en el pasillo, al coger el abrigo algo extraño sucede. Algo que rompe el código estricto. Que se sale por una vez del guión. Junto a la puerta entreabierta al besarse en la despedida, su madre se detuvo un instante y le acarició la mejilla, con el aire sombrío del feligrés que va a confesarse tras años de no hacerlo.
- Nunca te lo he dicho Guillermo, pero me gusta cómo eres. Eres buena persona. Y sé que muchas veces no te di lo que necesitabas. Pero tienes que entender que la muerte de tu hermano... -perdiéndose en un susurro- no me dejó hacer las cosas de otra manera.

A Martín Guillermo se le dibujó un rictus de desagrado en los labios.

- No importa mamá. Hiciste lo pudiste.

Y se dio media vuelta, cerrando los puños bajo el abrigo. Pensando que quizá, aunque no lo pareciera, en el fondo, las palabras de su madre sí estaban en el guión.

Un segundo de sinceridad siempre es necesario de vez en cuando, como una válvula de olla exprés. Después de esa concesión a la ternura, de alivio momentáneo en las entrañas, uno puede volver a entregarse, con redoblados esfuerzos, a la heroica tarea de que no vuelva a repetirse un nuevo instante como ése.

Me gusta cómo eres, me gusta cómo eres, le retumbaban las palabras, rebotándole en el cogote y volviendo a entrarle por las sienes. Sin embargo, lo más extraño de la noche ocurrió al llegar a casa y mirarse nuevamente en el espejo. Tuvo un momento de pánico. Incomprensiblemente la fina línea del bigote encima del labio estaba casi borrada. Una mirada diferente le contemplaba desde el otro lado del marco.

Al día siguiente saltó de la cama con una energía inusitada, deseando que todo hubiera sido un mal sueño. Una jugarreta del vino de la cena. Pero no fue así. Al asomarse sobre sí mismo, comprobó que el bigote practicamente había desaparecido. Y no sólo eso. Los ojos parecían ligeramente más grandes, lo que hacía que la cara fuera más armónica. En un principio pensó en llamar a alguien para contárselo pero no supo a quién. Lo sorprendente, días después, es que nadie en la peluquería, ninguna clienta de toda la vida, ni su compañera parecieron darse cuenta de nada. Durante varias semanas se siguieron produciendo cambios casi imperceptibles. Así que redobló sus esfuerzos delante del espejo observándose. Si bien al principio los cambios le producían extrañeza y no podía entender qué le estaba sucediendo, y aún menos que todo el mundo le tratara como si nada estuviera pasando, con el paso del tiempo Martín Guillermo fue reconciliándose con su imagen. Porque había que reconocerlo, ahora su cara era mucho más bella. Empezaba a gustarse. En alguna ocasión incluso, le pareció encontrar la mirada perdida de alguna mujer esperando su turno en la peluquería. Una mirada diferente, en la que creyó encontrar algo hasta ahora desconocido para él. Deseo.

Hacia el mes de Junio su imagen era totalmente diferente. Las orejas se habían empequeñecido. La nariz se había transformado en una roca, que daba personalidad a su expresión. El cierre de los labios, preciso y seductor. Tras los ojos una mirada segura como de anuncio de colonia. El pelo había ido oscureciéndose hasta hacerse llamativamente negro, y formar un flequillo que prácticamente levitaba sobre su frente. Y no sólo era la cara. Los hombros eran ahora más anchos. Caminaba más erguido y podía medir 4 centímetros más. La ropa ya no le valía. Este era uno de sus referentes, que le recordaban que hasta hace pocos meses, él era otro. Por lo demás, aunque al acostarse trataba de hacer metódicos esfuerzos por recordarse, ya prácticamente no le venía su antigua imagen.

Al llegar Agosto empezó a sentirse realmente guapo. Llamaba la atención. No tenía que hacer ningún esfuerzo, las chicas se acercaban solas. Empezó a desarrollar un buen humor desconocido hasta ahora para él. Ingenioso, agudo, seductor. Se despertaba en camas ajenas con el calor húmedo de un cuerpo a su lado. Atrapado por brazos y deseos que mutaban de noche en noche. Pensando, ¿quién era yo? ¿quién soy? Es mejor así.

En Septiembre comenzó a trabajar en una pequeña empresa de asesoramiento de imagen. Para Noviembre, gracias a su meticulosidad -un raro vestigio del pasado- y a su conocida capacidad de seducción, ya había ascendido y ganaba más del doble. Alquiló un ático pequeño, en la zona de Orense. A pesar de la altitud, desde allí no se distinguía su antiguo barrio.

La noche anterior a Nochebuena. Había pasado ya un año, desde la última vez que vio a su madre. Durante este tiempo habían hablado por teléfono, claro. Y estaba al tanto de sus éxitos. Pero casi no había pensado en ella. Sobre las diez y media recibió un mensaje en el contestador que no entendió. Era una voz de mujer, de fondo se oían risas y voces de niños jugando.

- Cariño, tengo muchas ganas de verte. Luisa y Martín han puesto el árbol, te echan de menos. Dicen que si les has comprado algo. Vuelve con cuidado, mañana nos vemos. Te quiero.

Algo en su estómago se colapsó. Y empezó a sentir una arcada treparle hasta la boca. En un movimiento rápido hacia el baño tropezó y vomitó dos metros antes de llegar a la taza. Allí mareado, en el suelo, sin saber quién era ni por qué, trató de zafarse de su propio vómito. Como si fuera el rechazo de un trasplante, algo en su organismo se revolvía en sus tripas. Arrastrándose llegó hasta el sofá y se dejó caer. Y fue sumiéndose en un vago sopor. Una botella de vodka abierta en el minibar vino en su ayuda. Y así pasó varias horas, dormitando y despertándose, sumido en el recuerdo de su propia vida. Entre nubes y bruma con olor a alcohol creyó ver a su hermano.

-Pero no lo entiendo. Nunca tuve un hermano. Estuviste a punto eso sí. Tuvo que ser jodido morir 4 meses antes de nacer. Mamá siempre hablando de ti, bla bla bla bla, de lo que te deseaba, de lo que supuso perderte, pero no exististe. No es justo. No naciste. No fuiste. No eres. Fuiste lo que fuiste, solamente un aborto. Yo no tuve la culpa. Llegué años después. Cuando ya nadie lo esperaba.

Sollozando como un niño, Guillermo creyó verse en la botella de vodka vacía, rodando por el suelo. Con su ridículo bigote de antaño y su sonrisa torcida. A duras penas, a cuatro patas, se acercó a la ventana y la abrió agarrándose al tirador. El tráfico navideño amortiguó sus gritos. ¡Martín, Martín!, me he tragado tu historia, hijo de puta. Pero no voy a soñar contigo, puto montón de células. Una foto en blanco y negro. Tu historia no se ha escrito. ¡Yo sí. Yo sí estoy aquí!

Pasaron muchas horas, se despertó junto a la ventana abierta, envuelto en vómito. Anochecía. Con la boca seca, un intenso dolor de cabeza le dio la bienvenida. Se apoyó contra la pared. Un reloj marcaba las 5 y media. Había pasado semiinconsciente desde la noche anterior. Se incorporó y casi vuelve a tropezar con la botella. Se dio una ducha rápida y se miró al espejo. Todo seguía igual. Sonrió y un hermoso rostro le devolvió el gesto. Se anudó la corbata. Nudo windsor. Se puso el abrigo y las piernas le llevaron solas. No sabía conscientemente a dónde se dirigía pero había algo que le impulsaba en volandas por las aceras. Cinco minutos después llegó a un edificio alto y lujoso. Nunca había estado allí, pero entró decidido. El conserje le saludó con familiaridad. Tomó el primero de los tres ascensores y se bajó en el séptimo piso. Tragó saliva. No sabía bien qué hacía allí. Se situó en frente de una puerta agradable, con un adorno navideño en el centro. Dentro se oía jolgorio. Llamó a la puerta con seguridad, tres veces, al timbre. Todo ritual responde a una necesidad. La puerta se abrió y de pronto, en ese momento supo quién era. Una mujer atractiva le abrazó y le besó. Dos niños corrieron hacia sus piernas. Al fondo, su madre, Luisa, sonrió radiante.

- ¡Martín hijo! cuánto tiempo has tardado.
´....

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