
El primer viaje no tiene mérito.
Llevado de su mano esquelética,
de esa famélica, siempre hambrienta
curiosidad: el primer viaje
lo hace cualquiera.
Es el segundo el que aposenta y remansa
el que deja un poso sereno, una huella
profunda, sabia.
Hay algo de la esencia del paisaje
que se va con el viajero en su mirada.
Es a veces el quicio de una puerta,
una melodía de arrabal y su nostalgia.
El declinar
de la tarde
o una pantorrilla memorable que se alarga,
o una pintada sobre un muro desgarrado
como un lamento ahogado o como un grito
buscando adeptos para no sé qué revolución.
Pero a su vez, hay un alto precio que pagar,
porque hay algo de la retina del viajero
que se queda adherida en cada esquina
Hay algo del alma peregrina
que se pierde y que se queda, que se muere
en la pila
bautismal de lo vivido.
Por eso, prevenido, voy flotando raseando
tus aceras:
caminito, defensa con lezama,
y más allá la inundación,
por callejas pobladas por mil córneas,
de miradas que pagaron su peaje.
Es el segundo viaje
y no el primero
el que hiere de muerte
serenamente
el corazón.
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